¿Alguna vez te has preguntado por qué la historia de un héroe sigue tan cautivadora?
Desde el momento que escuchamos la leyenda del guerrero Aquiles, entrando como ladrón en la noche a las playas de Troya, en los tiempos de la antigüedad, hasta los tiempos de hoy—cuando sin duda volveremos a comprar la taquilla para ver al multimillonario Bruce Wayne combatiendo villanos en la ciudad gótica—nuestra cultura ha estado fascinada por los héroes.
Muchos le atribuyen su gran popularidad a su invencibilidad, gracias en gran medida a sus poderes. Otros a su temple en la adversidad y algunos su juicio moral, pues siempre parecen escoger el bien y luchar contra el mal, a pesar de sus propios intereses.
Yo diría que va mucho más allá de esto. Aunque los poderes son ventajas nítidas—¿A quién no le encantaría volar para evadir el dichoso tapón? —no son cualidades que nos podemos relacionar. Los superhéroes los admiramos por lo que estos personajes alcanzan—la realización de su potencial. Es lo que el profesor de literatura, Joseph Campbell, definió como el camino del héroe.
En tiempos que tememos más al fracaso que a una pandemia mundial, nos encontramos buscando constantemente ejemplos inspiradores que nos ayuden a creer en nosotros mismos. Esto porque no importa cuánto éxito acumulamos, o cuánto amor capturamos, seguimos escuchando aquella voz malévola que cuestiona si somos capaces y merecedores de ganar o seguir ganando.
No es casualidad que las películas más populares de estos personajes tienden a ser su “origin story”. Cuando vemos su transformación de cobardes a valientes, de desinteresados a atentos y de incapaces a invencibles.
Es cuando Luke Skywalker pasa de ser un granjero a un líder de la resistencia. O cuando Peter Parker pasa de ser un adolecente frágil a mecerse entre rascacielos como el hombre araña. O cuando John Snow pasa de ser un mero bastardo sin honor al rey del Norte en “Game of Thrones”.
Nuestra sed por la historia heroína no se limita a la ficción. Los medios, tanto los tradicionales como los independientes reseñan cientos de historias sobre atletas, comerciantes, políticos, artistas y profesionales con el fin de presentar cómo lograron su transformación.
Sin embargo, esta obsesión por el éxito trae una consecuencia nunca antes vista. Con los avances comunicativos en esta era digital, somos bombardeados a diario con historias de excepcionalismo. Historias que a la vez que nos inspiran, provocan pánico al solo imaginarnos fracasando intentando lograr las mismas experiencias.
Vemos el ascenso astronómico de nuestros artistas urbanos, o leemos sobre aquel “start-up” que ahora vale mil millones con fundadores menores de 30 años, o seguimos a aquel vecino que se mudó a una mansión en la ciudad, y queramos admitirlo o no, empezamos a sentir un mar de ansiedad.
Inevitablemente comienza la comparación...¿Si Fulanito tiene esto, qué estoy haciendo yo?
Así que, al próximo día ciegamente nos ponemos la capa para crear nuestra propia historia transformadora. Armados con conocimiento generalmente aceptado que el trabajo fuerte es la clave primordial para la recompensa.
En vez de considerar primero, si la premisa es cierta y por último, ¿cuál es el verdadero costo?
La breve historia del progreso
La idea del progreso—especialmente entre clases sociales—es un concepto relativamente joven en la historia humana.
Durante la mayoría de la historia, no existía el concepto de movilidad social. En el sistema feudal, si tú nacías pobre, las probabilidades eran que morías pobre y si tú nacías rico, morías rico. La ausencia de oportunidad irónicamente traía cierta tranquilidad, pues no perdías sueño contemplando cómo “progresar’. Además, la persona más elogiada en aquel momento, Jesucristo, era un simple carpintero. Ser pobre, aunque traía enormes retos, no era humillante, era sencillamente una realidad.
No fue hasta que Napoleón introdujo la meritocracia a su gobierno—la idea que no importa tu espacio en la jerarquía social, si suficiente inteligencia, el talento y ambición, podrías ascender por mérito y no por patrimonio—que comenzamos a soñar con oportunidad. De allá para acá, se vio un giro en el cual comenzamos a valorar a las personas más por su éxito, particularmente el monetario, que por sus valores o moral.
Fue cuando comenzamos a ver al pobre, no como una persona, sino como un resultado miserable de sus propias decisiones, mientras el rico se elevó a un pedestal por ser el titán de la jungla humana.
No obstante, el capitalismo, con todas sus imperfecciones, sigue siendo el sistema social que mejor ha logrado transferir personas entre clases sociales en una misma generación. Ha promulgado grandes innovaciones, creado muchísima oportunidad y trajo los avances científicos y tecnológicos que hoy día disfrutamos. Por algo dicen que estamos viviendo el mejor momento de la raza humana en su historia.
Sin embargo, justo cuando nunca antes había sido más fácil comprar un artículo, pedir pon, recibir comida, viajar en avión, buscar información, es cuando más vivimos y sentimos una gran preocupación.
Esta nueva preocupación no estriba en si comeremos esta noche, o si seremos la cena de un león en la jungla, o prisioneros de guerra, o si moriremos joven por una enfermedad.
No.
La nueva preocupación estriba en si lograremos lo suficiente. Si tendremos suficiente dinero, respeto, éxito y admiración—en fin, si tendremos el prestigio y adoración de nuestra tribu.
Esta observación la enfatiza el autor y filósofo contemporáneo, Alain de Botton, en su libro “Status Anxiety”, al establecer que a pesar de poseer más riquezas y avances tecnológicos que en cualquier momento de nuestra historia, los países desarrollados están reportando más ansiedad, más sentimientos insuficiencia y más depresión que nunca.
El desarrollo y progreso del nuevo mundo, paradójicamente, ha creado una ansiedad perpetua, al incrementar desenfrenadamente nuestras expectativas. Siempre hay un número que superar, algo para comprar, o una meta para alcanzar.
Y la posibile humillación traída por no alcanzar una meta nos atormenta sin piedad.
El lado oscuro de cueste lo que cueste
El progreso occidental se fundó con la búsqueda insaciable del progreso, cueste lo que cueste. El fin justificaba los medios. Los inmigrantes europeos usurparon las tierras de los nativos, asesinaron o esclavizaron a los hombres, abusaron de las mujeres, todo con el fin de progresar.
Y ninguna cultura promueve más esta movilidad social que la nación más poderosa del mundo—Los Estados Unidos de América.
Bajo esta cruda realidad, se siembra el famoso sueño del “American Dream”; la idea que cualquier persona ambiciosa, puede llegar a la nación americana, trabajar fuerte, y con el tiempo acumular dinero y prestigio— que por definición no es mas que la buena fama que forma una colectividad sobre una persona.
Con estos preciados recursos en juego, el dinero por su opcionalidad, y el prestigio por atraer el amor de los demás, la cultura americana idolatró el trabajo. Esto llevó a un intercambio: Dinero y prestigio, ofrecido por corporaciones, a cambio del tiempo personal de trabajadores jóvenes, inteligentes y ambiciosos.
El problema es que este intercambio puede salir carísimo:
Te lo digo yo porque lo viví.
Hace dos años había regresado a una compañía multinacional, de alto prestigio buscando lo mismo que todos—validación.
El primer año se trabajó fuerte, pero la época ocupada fue solo un periodo de dos meses, y la carga de clientes estuvo bien distribuida. Pero, como suele ocurrir en compañías que ven a sus empleados como medios para generar ganancias, cuando vieron capacidad, decidieron maximizar eficiencia sin importar las consecuencias.
Durante el segundo año, la compañía subió la carga de clientes sin añadir muchas más personas a la plantilla, lo que llevó a un agotamiento extremo de recursos. Buscando más dinero y prestigio, terminé adoptando los hábitos de mis superiores, laborando diariamente hasta las 1, 2, 3 de la madrugada para levantarme a las 5 o 6, para cumplir con los múltiples “deadlines” que tenía.
Hasta que llegó la mañana del 15 de febrero. Recuerdo abrir los ojos y sentir un dolor de cabeza incontrolable. Pisé fuera de la cama y mis piernas tenían la firmeza de un espagueti. Cerraba los ojos y veía los famosos puntitos negros desaparecer y reaparecer con cada abrir y cerrar de ojos.
Fue en ese momento que mi comprometida me dice...
“Raúl, tenemos que ir al hospital, no se si recuerdas, pero esta madrugada, tuviste una convulsión”.
No lo podía creer… ¿Yo?
Jamás pensé vivir esta situación. ¿Con apenas 32 años? Llevaba viviendo un estilo de vida saludable. Haciendo ejercicios 3-4 veces en semana, evadiendo el azúcar y comiendo moderadamente.
Sin embargo, en un día todo lo que pensaba que era cierto desvaneció. Comencé a cuestionar si realmente era una persona con futuro por delante. Si pudiera continuar una rutina de vida “normal” y en el peor de los casos, si iba a poder ver a mi hijo crecer.
Estuve tres días en el hospital. Tratando de distraer mi mente, pues no quería aceptar lo que estaba en juego. La espera por cada prueba se convertía en su propio evento:
Presión…. Bien… Azúcar… bien
Hasta que llegó el momento del MRI. Cuando por fin me llaman para pasar a la sala, me acuesto en la máquina que te desliza poco a poco al área donde te fotografían la cabeza para producir la placa. Placa que confirmará si mi vida cambiará por siempre o no.
Fue aquí cuando el enfermero que me acostó, leyó mi récord médico y lo único que me pudo decir fue…
“Buena suerte”...
Fue en ese momento que realicé cuán poco realmente controlamos. Por más que queramos controlar los resultados—ya sean nuestras relaciones, la carrera o la salud—la certeza del éxito siempre tendrá un elemento fuera de nuestro control.
Un día estás bien y listo para comerte el mundo, y otro día te encuentras acostado, con líquidos intravenosos en el brazo, frente a una máquina MRI, esperando que te confirmen si tu vida va a cambiar o no.
Nadie piensa que le va a pasar a uno, hasta que le pasa. Leemos sobre la importancia de trabajar fuerte, cueste lo que cueste, e idealizamos a las personas adictas a su trabajo, que sacrifican todo por sus metas. Todo sin nunca considerar que esa velocidad, ese estilo de vida, alimentado por el deseo del dinero y prestigio—cobra factura.
Luego dos días, finalmente, llegan los resultados…
Agraciadamente...todo bien. Lo que llevó al doctor a concluir que fue una convulsión provocada por falta de sueño y el estrés del trabajo. Un diagnóstico similar fue dado a un banquero de “Bank of America” en el 2013. Ese tuvo menos suerte. Él murió al instante.
Aunque por fin pude respirar, al pasar horas y días después, me encontré insertado en una crisis existencial. Cuando comencé a cuestionar por qué me estaba sometiendo a este estilo de vida que requieren estas compañías. Las mismas que logran vender el prestigio y el progreso lineal de una carrera a cambio de la entrega total de tu bienestar.
¿Esta es la cultura que debemos patrocinar?
Lo que aprendí
Hay verdades que no queremos admitir. Entre ellas está que el ser humano tiene dos grandes amores, el primero es el amor de pareja, y el segundo es el amor que recibe de los demás. El primero lo encontramos en una persona, el otro, en la admiración de la comunidad. Y en una sociedad materialista, el prestigio se convierte en la llave de nuestra seguridad.
En honor al prestigio somos capaces de sacrificar nuestro bienestar físico y mental, obviar el tiempo de intimidad, olvidar nuestra curiosidad intelectual y hasta renunciar a nuestras pasiones o prácticas creativas.
Todo porque queremos probar lo que nuestros héroes han saboreado. Queremos ser reconocidos y validados. Queremos estar seguros y adinerados. Queremos el prestigio que nos haga sentir queridos y amados.
Convencidos con la narrativa que si tal vez logremos X o alcanzamos Z estaremos realizados.
El peligro de vivir así es que cedes tu valor a la atención que recibes de los demás. Tu autoestima se convierte proporcional al lente por el cual otros te puedan admirar. Todo para callar la voz interna que te menosprecia y castiga, en vez de examinar porque la misma es tan negativa.
Una manera de contrarrestar esta conducta es simplemente cuestionar si tus valores o metas son tuyas. Si las escogiste o si fueron heredadas por la sociedad. Si te dan esperanza o si es para impresionar. Si nace de algún trauma interno que aún no has reconciliado y cual buscas llenar su vacío con logros.
En una entrevista con el científico social y Profesor de Harvard, Arthur Brooks, él compartió las diferencias en perspectivas del éxito entre la cultura oriental y la occidental, según una conversación que tuvo con un experto del arte. Relató que, en el occidente, juzgamos el éxito en la acumulación, mientras más, mejor. Mientras que la cultura oriental dice que el éxito es definir y eliminar todo aquello que no sea necesario, para eventualmente revelar quién realmente eres.
Quizás entonces el verdadero camino del héroe no es la marcha hacia la validación externa, o la acumulación de bienes, sino la eterna búsqueda de la paz interior. Quizás alcanzar tu potencial y asegurar tu felicidad no está en los trofeos, elogios, y la insaciable búsqueda por la transformación, sino en la humilde aceptación.
El filósofo Jean-Jaques Rousseau una vez dijo; “hay dos maneras de hacer rico al hombre, “una es a través de mayor éxito y la otra es apaciguando sus deseos”.
¿Cuál escoges? ¿Vale la pena laborar incansablemente para conseguir más y más, o mejor defines qué es suficiente?
Eso no te lo contesto yo. Eso lo definirías tú.
Sobre el Autor:
Soy CPA, Escritor, Conferenciante y Host del video podcast La Maestría con Raúl Palacios. Mi meta es compartir historias que logren inspirar, analizar y reflexionar para que puedas vivir una mejor vida.
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Publicado: 10 de junio del 2021